“Yo no creo en dictadores que arruinen la vida mía” — Roena
Hasta hace un momento había un grupo de soldados ucranianos bordeando un conjunto de árboles para atacar un puesto de vigilancia ruso. Disparos, hasta hace un momento, porque ahora lo que hay frente a la pantalla es un hombre joven con una motosierra en una de las calles de Francia. No sé cuál, por allí transita y amenaza las tiendas y cajeros automáticos. Lo siguen cientos. ¿Cuál de las dos guerras es más espectacular? ¿La que se desarrolla en el campo o la que sucede en la ciudad? ¿Cuál aterroriza más? ¿Acaso lo hace? Esto sucede todo el tiempo, es decir, antes de que la periferia de la ciudad saliera a la calles a reclamar la vida de uno de los suyos, estaba la gente en las calles quemándolo todo por la subida en la edad de jubilación. ¿Y la guerra en Ucrania? Sigue, sigue. Algunos continuan bajo el discurso del pronto declive de la sociedad rusa, de la guerra civil y el levantamiento del pueblo contra Putin. ¿Como sucede en Francia, acaso? Pero lo de Francia son actos de vandalismo y terrorismo urbano provocado por dejar entrar al país personas extranjeras, dicen los medios. La guerra civil en Rusia sería justa porque libera a occidente del peligro. En “Guerras justas e injustas”, Walzer propone múltiples caminos para moralizar la acción de la guerra. Una de ellas es la agresión de otro. El otro son los migrantes en Francia, la sociedad excluida; el otro son aquellos que estén del lado de Putin. No cambia nada del otro lado, para ser sinceros; el otro es la elite política, la policía y occidente. La televisión rusa señala al jefe de Wagner de volverse loco por el dinero. Es todo, un tipo que perdió la cabeza por las monedas de oro. Judas, como arquetipo. Putin, tranquilo y feliz. Macron, no mucho más preocupado. Orden a la policía y cheque en el bolsillo. Zelensky amenaza a los barcos rusos en el mar muerto. Es todo cuanto hay en esta retórica de guerra y propaganda que se dispersa en redes. Musk por un momento limitó la lectura de tuits, lo que afectó el libre flujo de la información . Las protestas en Francia llevan tres días, cientos de edificios quemados y personas heridas. El mundo se alza en guerra, y ni siquiera hay un bando que pudiéramos llamar bueno. ¿Qué narrativa puede instaurarse en un mundo de caos y confusión? Estoy sentado en el sillón de mi casa viendo todo esto a través del teléfono, toda esta información cruza al mismo tiempo que veo Instagram y entro a páginas porno. Hace años no escucho un disparo cerca, todo se reduce a la pantalla. Hoy también recibí videos de grupos armados caminando por Buenaventura, en Colombia. Al parecer algunos mexicanos quieren tomar el territorio y un grupo local se propone desterrarlos. Después de ver todo este horror conté historias a mis amigas sobre Juan Rulfo y lo que escuché de V. Preparé de comer y vi por la ventana a la ciudad que a lo lejos me invitaba a salir. Compre el “Hurgón mágico”, de Coover, un libro al que rendimos culto algunos amigos y yo. Hubo un tiempo en que tuve fe, lo hubo. También escuché a Pablo Baños más o menos explicar lo que intuí en un principio: Todo el movimiento de Wagner de la semana pasada solo fue un juego. Un juego. Todo en el maldito mundo se resume en un juego. Jugarse la vida frente al “enemigo”, curiosa expresión. Jugarse la vida. Apostarla, quiere decir, es todo lo que se trata. No vivimos ni creamos revoluciones, jugamos porque en el fondo somos ludópatas. Qué fastidio me da pensar en el mundo y sus guerras, pasar por los medios con la duda de la mentira. ¿Qué certeza tenemos? Que la vida es una y pronto moriremos. Que hay que apostarlo todo para conseguir algo, ¿y qué es ese algo? ¿Justicia? Voy a vomitar de solo pensarlo. Aquí estoy con la sensación de asco más entrometida del mundo, mientras un grupo de soldados juega cartas en una trinchera en la frontera ucraniana y un grupo personas quema un auto a la entrada de un barrio en Lyon. ¿Qué importancia tiene mi historia frente al mundo? Ninguna, y es esto lo realmente valioso.